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domingo, 11 de febrero de 2018

Las Lágrimas de Sasha - Capítulo Uno


El sonido de las llaves abriendo la puerta principal sorprendió a Sasha, se cubrió con las sábanas, ocultándose bajo ellas por completo. Su padre había vuelto del bar, como cada noche, apestando a alcohol.
El miedo ahogaba su corazón, como si un mano invisible lo aplastara tratando de detenerlo, intentó no hacer ruido al respirar para que su padre no notase, aunque fuera vagamente, su presencia.
Cada golpe que recibía de su parte, cada roce lascivo de sus manos en su virginal cuerpo de catorce años, cada insulto, cada amenaza… Todas esas desagradables situaciones le provocaban un pánico que no podía controlar.
Se limitaba a agachar la mirada y cumplir con obediencia lo que le ordenaba, lo que fuera para evitar más golpes de los que ya recibía diariamente.
Aquella deplorable situación cumplía cerca de seis años, desde que su madre murió dejándola sola con aquel hombre, que nunca la aceptó como parte de su vida y constantemente le repetía que era una carga para él.
El vacío que dejó la muerte de su madre en sus corazones, él lo apaciguaba con alcohol y pagaba sus penas propinándole palizas diarias a ella, usando de excusa cualquier mínimo error que cometiese, mientras que Sasha se limitaba a llorar cada noche, abrazando el recuerdo de su madre. Aguantando aquel infierno familiar.
Su padre era un hombre corpulento, de unos cuarenta años, sudoroso y grasiento. No trabajaba y se pasaba el día pidiendo favores a sus amigos para poder sacar algo de dinero para beber, mientras la deuda seguía creciendo.
La noche que acontece quedará en la memoria de la adolescente para el resto de su vida.
Aquel hombre en lugar de ignorar su presencia e irse a dormir como solía hacer, se sentó al borde de la cama de la joven. Su respiración era agitada, pesada y desagradable.
Sasha temblaba de puro terror, mientras las manos de su padre le acariciaban el rostro y comenzaban a bajar hacia sus pueriles pechos. Los agarró con fuerza mientras acercaba su boca al oído de su hija.
­­­­—Sasha… has crecido mucho…—le susurró al oído, y un escalofrío recorrió el cuerpo de la chica, temiendo lo que pudiera pasar a continuación.
El corpulento hombre le quitó las sábanas, le arrancó el pijama y la ropa interior, dejándola desnuda a su merced. Se abalanzó sobre ella y le tapó la boca antes de que pudiese gritar.
La agarró con fuerza, ella chilló, pataleó y se resistió cuanto pudo.
Al final, preocupado de que algún vecino se despertara y llamase a la policía, la golpeó en la cabeza dejándola atolondrada.
Mientras las lágrimas recorrían su tierno rostro…
Su padre la violó.
Y ella se limitó a aguantar el sollozo mientras sufría cada embestida, cada sacudida era como un cuchillo atravesando su pueril alma. No podía pensar, no podía hacer nada, el miedo la tenía paralizada. Trató de gritar pidiendo auxilio, pero su padre la agarraba del pelo con fuerza, apretando su cara contra la almohada donde se ahogaban sus gritos y su llanto.
Cuando terminó, el sudoroso hombre se retiró a su habitación, tirándose en la cama y comenzando a roncar a los pocos segundos. Sin el más mínimo remordimiento en su conciencia por lo que acababa de hacerle a su hija.
Ella lloraba. Acurrucada en la cama en la que había sido violada, abrazando sus rodillas en posición fetal y meciéndose de lado a lado mientras el terror la invadía y el dolor de su alma acrecentaba.
Se sentía sucia, se quería meter en la ducha y limpiarse.
Se sentía sola, abandonada y desolada, quería acabar con su vida.
Quería agarrar un cuchillo y desgarrarse las muñecas hasta desangrarse, notar como la sangre fluía fuera de su cuerpo, notar como la vida la abandonaba y escapar de aquel maldito infierno.
Pero tenía miedo de que si hacía algún ruido que pudiera despertar a la bestia, que roncaba en la habitación contigua, pudiera volver a forzarla, a pegarle, a hacerle sentir como una débil muñeca de trapo sucia y abandonada.
Sasha solo podía llorar en silencio. Y eso hizo hasta quedarse dormida.
Al día siguiente la luz del sol que se filtraba entre los agujeros de la persiana la despertó. Noto todo su cuerpo agarrotado y dolorido, su cabeza embotada y su alma desgarrada.
Salió de su cuarto y se asomó a la habitación de su padre temblando de puro terror, suspiró aliviada al comprobar que no estaba.
Entró en el cuarto de baño, giró el grifo y esperó a que el agua se calentase. El frío del invierno se notaba en aquella casa sin calefacción. El agua caliente salió de la ducha acompañado del crujir de las tuberías oxidadas, de aquel viejo edificio.
Se metió en la ducha, el agua recorría su cuerpo como una suave caricia. Agarró la vieja esponja, dura y áspera ya del uso que se le había dado, comenzó a frotar su cuerpo con fuerza, desesperadamente, hasta despellejarse y enrojecer su piel. Se sentía sucia y quería borrar todo rastro de su cuerpo de lo ocurrido anoche, creía que si se limpiaba lo suficiente quizás también podía limpiar el recuerdo de la traumática noche. Se agachó, se volvió a acurrucar y lloró. Esta vez lloró con fuerzas, ahora que su padre no la podía escuchar, chillo y gritó hasta calmarse, hasta que su llanto desgarró su garganta, a pesar de que el trauma de la violación seguía latente en su mente y corazón.
Al salir de la ducha, se secó, limpió con la toalla el espejo empañado por el vapor y miró su rostro. Sus ojos estaban amoratados, sus ojeras eran tumbas de cauces  secos donde mueren las lágrimas.
Era solo la sombra de lo que alguna vez fue. Su rostro antes feliz ahora solo era una mueca macabra de una chica muerta por dentro.
Se sentó en la tapa del váter, comenzó a recordar una época pasada que sabía que nunca volvería.
Recordó aquella mañana de primavera, su madre aún vivía, su padre sin haberle mostrado nunca demasiado afecto no la miraba con desprecio como ahora lo hacía.
Paseaban por un parque, le compraron algodón dulce, ella reía, era feliz.
Mientras sus padres estaban sentados en un banco de aquel parque, tonteando como adolescentes, ella jugaba en los columpios. Recordó que el algodón de azúcar cayó al suelo, se sintió triste y fue corriendo a sus padres llorando.
Su madre trataba de calmarla y le decía que mañana le comprarían dos, por si uno se le volvía a  caer.
Sasha sonreía. ¿Cómo no hacerlo? Si la sonrisa de su madre era contagiosa y cálida como el calor de una tarde de primavera, y volvió felizmente a jugar a los columpios.
La tarde caía y cuando el sol se puso y las farolas se encendieron, su madre la llamó para volver a casa.
—Pero, mamá… Yo quiero jugar más, hice amigos nuevos —decía la pequeña y tierna Sasha, señalando a un grupo de chicas de su edad.
—Tranquila cielo, mañana volveremos te lo prometo —le dijo su madre.
Sasha asintió, se despidió de aquellos nuevos amigos con la mano.
De vuelta a su casa, mientras subían las escaleras del piso, Sasha tropezó y se cayó de bruces haciéndose daño en la rodilla.
Comenzó a llorar, pero su madre la cogió en brazos y la metió dentro de casa, la llevó a la cocina y sentándola en una silla le preparó una infusión.
Mientras Sasha se bebía, ella la acariciaba. Trató la rodilla con un poco de agua oxigenada y una tirita, luego la acostó y le dio un beso de buenas noches en la frente.
Sasha no pudo evitar esbozar un intento de sonrisa ante aquel feliz recuerdo.
Salió del baño y se vistió con lo primero que encontró en su armario, unos viejos vaqueros, una camiseta de mangas cortas blanca y unos tenis estropeados.
Buscó en uno de los cajones del armario unas bragas y se las puso, ni se molestó en ponerse el sujetador, rara vez lo hacía si estaba sola en su casa.
Tras vestirse del todo se dirigió a la cocina para desayunar, iba a prepararse un café, pero al abrir el armario de la cocina vio aquella infusión que su madre le hacía para calmar el dolor y el llanto. Preparó la infusión, se sentó en la misma silla en la que la sentaba su madre y bebió en silencio.
Miró el reloj que colgaba ladeado de la pared de la cocina, eran las once de la mañana, en unas tres horas su padre volvería para comer y por su bien sería mejor que dejase la comida lista.
Rebuscó por la cocina algo de comer, pero no había nada. Su padre no traía nada de dinero a casa desde hacía más de dos semanas, necesitaba hacer la comida si no quería recibir otra paliza.
De forma que Sasha se dirigió a su cuarto, abrió el último cajón de la mesita de noche, hacía tiempo le había puesto un doble fondo para guardar cosas privadas y algo de dinero. Cogió un poco de su dinero ahorrado y salió a hacer la compra.
Se dirigió a la puerta del ascensor y leyó un cartel escrito en mayúsculas sobre un papel blanco pegado a la misma, “AVERIADO” rezaba aquel cartel, Sasha resopló con cansancio y comenzó a bajar las escaleras.
La verdad es que bajar seis pisos por las escaleras teniendo todos los músculos tan agarrotados como los tenía ella después de la noche que pasó no le apetecía mucho.
Sasha estaba como ida, ni siquiera pensaba en lo ocurrido anoche, es como si su mente se hubiese cerrado para que no se derrumbara.
Tras doce tramos de escaleras llegó al portal del edificio, una anciana trataba de cargar unas bolsas en una mano mientras con la otra intentaba abrir la puerta.
Sasha abrió la puerta.
—Muchas gracias, jovencita —dijo la anciana con una tierna sonrisa. —Menos mal que aún quedan jóvenes educados hoy en día.
Sasha evitó mirar a la anciana a los ojos, murmuró un inaudible “de nada” y se fue a paso ligero.
Llegó hasta la parada de bus y ahí de pie esperó a que llegara para dirigirse al centro comercial para comprar.
El autobús se retrasaba, algo común en aquella ciudad.
Un hombre se le acercó por la espalda y le dio un toque en el hombro para que se girase.
Era un hombre bastante grande y corpulento, tenía una mirada amable y estaba acompañado por una mujer, que debía ser su esposa, y por un niño de unos ocho años, que debía ser su hijo.
—Disculpa, no somos de aquí ¿sabes? Y mi mujer cree…—la mujer carraspeó exageradamente para hacerse notar. — Perdón, creo haberme equivocado y nos hemos perdido. ¿Podrías indicarme cómo llegar a la calle Palacios?
—Sí, claro, no tiene perdida—dijo Sasha sonriendo amablemente y señalando en una dirección.
De pronto se paralizó, quizás fue el olor a sudor que desprendía aquel hombre, quizás el parecido con su padre, pero de pronto la vista se le nubló, cayó de rodillas y empezó a gritar y a llorar tirándose del pelo, las imágenes de lo ocurrido anoche volvieron a su mente de golpe, el miedo la había invadido y no se podía controlar.
—¡Ay Dios! Chica ¿Qué te ocurre? —el hombre se agachó, zarandeándola de los hombros tratando de traerla de vuelta mientras le gritaba a su mujer.— ¡María llama a una ambulancia, a esta chica le pasa algo! ¡Joder, date prisa!
—¡Ya voy! ¡No me pongas más nerviosa!— le gritó la mujer mientras intentaba llamar a emergencias.
La sirena de la ambulancia se escuchaba al fondo, como un llanto moribundo. Al poco se asomaron por la esquina de la calle las luces, una predicción de algún infortunio. La gente sabía nada más verlas que algo no marchaba bien.
Sasha estaba inconsciente en el suelo, un corro de curiosos la rodeaban.
Los paramédicos la montaron en la camilla y se la llevaron en la ambulancia, siempre acompañado del llanto de su sirena.

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